Últimamente, navegando por Twitter, de repente me he dado cuenta de un fenómeno bastante incómodo: este sector parece estar siendo secuestrado por la obsesión por el tráfico.

Ves a gente retocando fotos meticulosamente para crear viralidad, otros inventando historias absurdas para conseguir retuits, y algunos grabando vídeos de unboxing para luego devolver discretamente el producto. Más exagerado aún es que incluso algunas plataformas han empezado a hacer marketing al borde de lo permitido: el CEO de repente monta un espectáculo y dice alguna provocación, seguido por un guion de “el becario planta cara al jefe”, y últimamente han salido con la idea de una tarjeta en colaboración con temática de besos...

Cuesta imaginar que estas estrategias realmente salgan de los departamentos de marketing de empresas serias.

Pero el problema es que este tipo de tácticas realmente tiene mercado. Cada vez que ocurre uno de estos numeritos, la sección de comentarios sigue igual de animada y el número de retuits supera los diez mil. Los espectadores critican, sí, pero aun así ven el contenido hasta el final; las marcas reciben críticas, pero el tráfico les llega de sobra.

Quizá la respuesta sea sencilla: cuando el tráfico puede convertirse directamente en ingresos, los límites morales inevitablemente van bajando poco a poco. Al fin y al cabo, en la economía de la atención, es mejor ser criticado que ser ignorado.