Los reguladores europeos siguen un patrón que merece ser examinado. Elaboran normativas tan complejas que el cumplimiento se vuelve casi imposible, y luego utilizan la aplicación de la ley como palanca. Las empresas tecnológicas se enfrentan a una elección: o implementan discretamente políticas de moderación de contenidos que se alineen con las preferencias del gobierno, o afrontan consecuencias legales.

La situación de Telegram en Francia ilustra perfectamente esta dinámica. Las autoridades iniciaron lo que muchos consideraron una investigación penal cuestionable. Poco después, según se informa, agencias de inteligencia se acercaron a la plataforma de mensajería con una propuesta interesante: cooperar en la moderación de contenidos en Rumanía y Moldavia, y quizás la investigación francesa podría volverse menos problemática.

Esto no tiene que ver con la aplicación legítima de la ley. Es un manual de actuación. Diseñar reglas que nadie pueda cumplir plenamente y luego ofrecer alivio selectivo en la aplicación a cambio de cooperación a puerta cerrada en el control del discurso. Los objetivos no son empresas cualquiera: son plataformas que han construido su reputación precisamente por resistirse a este tipo de presiones.

Para quienes observan el mundo cripto y la infraestructura de comunicación descentralizada, las implicaciones son claras. Las plataformas centralizadas siguen siendo vulnerables a las presiones regulatorias, independientemente de sus principios declarados. La presión no llega a través de procesos legales transparentes, sino mediante amenazas de investigación y ofertas discretas de los servicios de inteligencia.

La cuestión no es si estas tácticas funcionan a corto plazo. Es si la comunidad Web3 puede construir alternativas lo suficientemente resilientes como para que esa presión se vuelva irrelevante.